Los primeros años de la crisis producen una sensación de colapso no solo económico sino intelectual. Una nueva generación despierta a la vida adulta en un mundo en el que la teoría económica, los partidos tradicionales y sobre todo, los valores y rutinas de pensamiento de la «gran moderación» son puestos en cuestión, cuando no descartados sin más como responsables de una gigantesca promesa incumplida.Los «Tea Party», «Occupy» y «15M» serán precedidos de una verdadera emergencia de un underground mínimamente reciclado que por primera vez será atendido por audiencias masivas. Libros como «Debt: the first 5000 years» de David Graeber, documentales online como «Money as debt» o el conspiranoico Zeitgeist (2008) se convertirán en fenómenos de masas y referencias comunes.Y entre todos ellos, uno llegado un poco antes de tiempo: «The future of money» (2001) de Bernard Lietaer, el último epígono de Gesell, teórico y promotor de las monedas locales.¿Qué ha pasado mientras tanto? La crisis ha condenado a la insolvencia a familias cargadas de deudas, los déficits públicos se multiplican para paliar la violencia de los primeros estadios de la crisis y salvar un sistema financiero en sus más tormentosos momentos. Los bancos cierran el grifo del crédito llevando contra las cuerdas a una masa de PYMEs que sustentan la mayor parte de puestos de trabajo. La percepción social ve en los rescates bancarios, las reformas y regulaciones a medida de los «campeones nacionales» y la práctica exoneración fiscal que el sistema europeo permite a los gigantes de Internet demostraciones de que el estado no juega con los pequeños a los que ha dejado «solos ante el peligro». No hay que olvidar que, de media, la facturación de las PYMEs se ha reducido en España un 31% entre 2007 y 2014 mientras que en el mismo periodo las grandes empresas aumentaron su facturación en un 17%.En ese marco de realidades y percepciones es inevitable el giro hacia lo local. Lo local como sinónimo de auténtico, de pequeño, de identificable. Muchos se preguntan si por sí mismos no podrían conseguir aquello que el estado y la banca han dejado de proveer a la economía productiva de pequeña escala: liquidez para financiar la actividad diaria e impulso de la demanda local. Lietaer les dice que sí y bajo el argumentario giselliano late una Economía con visos de sensatez y ejemplos históricos comprobables. El efecto es inmediato: congresos, conferencias, émulos y admiradores; televisiones públicas y privadas se llenan de documentales sobre las nuevas monedas que florecen por toda Europa. Solo hay un pequeño fallo: la gran mayoría de ellas no son «oxidables», no están garantizadas por un fondo y no tienen un gobierno aceptándolas y entregándolas como medios de pago. Son poco más que bonos de equivalencia, «mortadelos» y «grupones», cuando no formas atractivas de recaudar donaciones de forma encubierta. Lietaer no puede identificarse más allá de las declaraciones tácticas ni dejar de pensar que el viejo Gesell se tiraría de los pelos. Pero el debate sobre el dinero se ha establecido como algo legítimo y la brecha cultural se ha abierto.