La tecnología no solo otorga poder: lo redistribuye. Dentro y entre los Estados. Genera perdedores y ganadores, altera los equilibrios de fuerzas entre los países, permite a unos dominar a otros. Los europeos parecen haberlo olvidado, pero si pudieron dominar el mundo durante siglos fue gracias a su supremacía tecnológica. Quien seguro no lo ha olvidado es China, que, como Japón y muchos otros países, despreciaron la tecnología o pensaron que podían aislarse y dejar que innovaran otros. Como consecuencia, fueron subyugados por Occidente debido a su inferioridad tecnológica. De ahí que Beijing se haya dotado de una estrategia tecnológica destinada no solo a garantizar su soberanía tecnológica sino a extender su influencia por todo el mundo apoyándose en el peso combinado de su diplomacia y sus empresas tecnológicas. En África, en América Latina, en el Indo-Pacífico, en los Balcanes, pero también en el corazón de Europa, China posiciona estratégicamente sus empresas y tecnologías de comunicaciones acrecentando su poder e influencia.
Mientras tanto, EEUU, una superpotencia tecnológica, sabe que su disputa por la hegemonía con China, la gran cuestión del siglo XXI, se dirimirá en el campo de la tecnología. Y actúa en consecuencia. Activa su complejo militar-industrial para que las grandes compañías tecnológicas trabajen junto con sus militares en el desarrollo de capacidades que marquen la diferencia con otros ejércitos. Considera la Inteligencia Artificial un campo de batalla. Cierra el acceso a China a capacidades críticas, como los semiconductores, para ralentizar su crecimiento. E impone sanciones tecnológicas a Rusia para debilitar su esfuerzo de guerra. Es una nueva guerra fría tecnológica.
Moscú, por su parte, intenta, con poco éxito, generar sus propios desarrollos tecnológicos, pero compensa ese fracaso aprovechando el carácter abierto de plataformas y redes sociales para manipular a la opinión pública de los países democráticos, desestabilizar sus elecciones y gobiernos y difundir sus narrativas sobre la invasión de Ucrania en el Sur Global, debilitando las sanciones impuestas por EEUU y la UE. Gracias a sus habilidades en ciberseguridad y desinformación, y ante la impotencia de EEUU y la UE, Rusia se ha convertido en el gran spoiler digital global. En el último lustro, además de en EEUU, ha interferido sistemáticamente en las elecciones celebradas en las democracias. Las redes sociales, antaño esperanza de los activistas en favor de la democracia en todo el mundo, se han convertido hoy en una vulnerabilidad para las democracias, que ven sus espacios públicos llenarse de desconfianza y polarización. A su vez, mientras la cantidad y calidad de las democracias retrocede, los regímenes autoritarios utilizan las nuevas tecnologías de la comunicación para ahondar en el control de sus ciudadanos y reprimir a los disidentes.
Cada tecnología crea su propio orden geopolítico. El papel central de Oriente Medio en la política internacional está estrechamente vinculado a un modelo de desarrollo basado en los combustibles fósiles y en el control de su acceso y transporte. Hoy, está emergiendo un nuevo geopolítico asociado a la tecnología. Lo vemos en cómo la pugna se ha trasladado al campo de los datos y las tecnologías que los manejan y explotan: los nuevos Estrechos de Ormuz, Suez o Malaca son las fábricas de semiconductores taiwanesas, las tierras raras necesarias para construir nuestros equipos o los cables submarinos por los que transitan los datos. Un mundo en pugna por la hegemonía tecnológica es un mundo muy complicado para la UE. Para prosperar, la UE necesita un mundo basado en reglas, no en la fuerza. Pero esa globalización “feliz” en la que daba igual dónde se fabricaran las cosas y quién las hiciera ya no está aquí. Y no va a volver. La interdependencia es ahora una vulnerabilidad que los estados explotan para coaccionarse los unos a los otros. Después de Ucrania, la bipolaridad tecnológica se va a reforzar aún más: mientras EEUU y China ya están inmersos en una guerra fría tecnológica global, la UE y Rusia recrean esas tensiones en el ámbito regional. En este nuevo mundo, Europa va a sufrir: por partida doble. Quiere regular su mercado de acuerdo con unos exigentes baremos éticos, pero carece de empresas que lideren globalmente los nuevos desarrollos tecnológicos. Al mismo tiempo, sus regulaciones chocan con los intereses de otros actores, como EEUU, preocupado porque los estándares europeos limiten el crecimiento o debiliten a sus grandes compañías tecnológicas, vitales en su pugna con China. Europa también sufre porque le cuesta actuar estratégicamente en el exterior: hasta ahora no ha sido capaz de contrarrestar el papel de China o de Rusia ni de ofrecer al Sur Global una alternativa de desarrollo económico basada en el humanismo tecnológico. Europa, que en el pasado fue líder tecnológico global corre hoy el riesgo de convertirse en una colonia digital de otros si no es capaz de competir con China o EEUU en el desarrollo de nuevas tecnologías y capacidades digitales. Por eso necesita una estrategia tecnológica que le proporcione los instrumentos para actuar globalmente en defensa de sus principios e intereses, forjando alianzas tecnológicas por todo el mundo, abriendo mercados (también su mercado), ayudando a aliados y like-minded a contrarrestar la penetración china y rusa, ofreciendo capacidades de ciberseguridad a quienes carecen de ella, colaborando en la protección de las democracias y sus elecciones frente a la injerencia extranjera. Todo ello lo tiene que hacer en colaboración con EEUU, pero no desde una posición de subordinación, lo que requiere no solo una visión, sino una inversión masiva en capacidades tecnológicas de las que ahora carece y, en paralelo, la activación de una diplomacia tecnológica más eficaz y coordinada que la practicada hasta ahora.
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