Voces críticas con la digitalización

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La digitalización de las organizaciones y las empresas ha pasado de objetivo estratégico a urgencia inmediata en toda Europa. La recuperación económica del continente tendrá en ella uno de sus dos pilares fundamentales. Digitalización significa hoy un futuro apremiante y una esperanza.

El peligro es que cuando una palabra pasa ser el vehículo de todas las aspiraciones sociales, inevitablemente se vacía en cierto grado de contenido. El problema es que la reflexión previa sobre su significado real, material, era tan escueta, que podría convertirse en fetiche. Por eso es más importante que nunca escuchar a los críticos.

El siguiente documento recoge citas de dos artículos de opinión, firmados por David Justino y Eduardo Manchón publicados en medios de comunicación de Portugal y España durante la última semana.

Ideas centrales

  • Lo que nos puede salvar es la producción de conocimiento innovador, incorporado o no a la tecnología, que puede movilizarse para agregar valor a los bienes que producimos. Digitalizar sin un cambio previo de procesos es reproducir los (malos) servicios existentes. Automatizar sistemas industriales obsoletos es darles un nuevo aspecto, sin cambiar su naturaleza real. David Justino
  • La digitalización es un aprendizaje y los aprendizajes no se pueden delegar. Al igual que la alfabetización tiene consecuencias mayores que el mero hecho de saber juntar letras, la digitalización es mucho más que crear una web o una ‘app’, es un aprendizaje que implica cambios profundos en las personas y en el funcionamiento de las organizaciones. Subcontratar la digitalización significa pagar para que ese capital intelectual, literalmente, se pierda en un tercero cuyo negocio no es acumular conocimiento, sino vendernos el máximo número de horas. Contratar a un zorro para que nos vigile las gallinas. Eduardo Manchón.

David Justino: «El fetichismo de la tecnología»

(1953) Político y sociólogo portugués del partido social demócrata (PSD) del que actualmente es vicepresidente. Fue Ministro de Educación (2002-2004) con el gobierno de Durão Barroso y asesor para asuntos sociales del Presidente Cavaco Silva, entre otros cargos. Es Catedrático de Sociología en la Universidade Nova de Lisboa.

David Justino ha iniciado la publicación de una serie de 10 artículos en el diario portugués Público sobre los retos a los que nos enfrentamos actualmente en diversas áreas, en Portugal y en el mundo. En su artículo dice así:

La tensión entre individualismo y masificación se ha formulado, al menos, desde John Stuart Mill y Alexis de Tocqueville y se centra en la libertad y diversidad de una sociedad de individuos y ciudadanos ante lo que se temía como el riesgo de la «tiranía de las masas» o , si queremos, del despotismo de las mayorías. Ambos convergieron en la necesidad de crear instituciones políticas que garantizasen un equilibrio indispensable entre los derechos fundamentales de las personas, su libertad y poder de diferenciación, y el respeto a la voluntad de las mayorías, por irracional y anacrónica que sea.

Las nuevas tecnologías, en concreto las de la información y la comunicación, aumentan esta tensión e introducen nuevos motivos de preocupación por el acceso masivo a la información, la opinión y el poder que tienen los pequeños grupos para inducir ideas, conceptos y comportamientos de la enorme masa humana de usuarios. y consumidores. La visión orwelliana sigue flotando sobre el futuro de nuestras sociedades, aunque en una escala ampliada, más descentralizada pero también más fragmentada.

El fetichismo de la tecnología

Recuerdo un episodio sucedido en 1996 y repetido en 1997. Por primera vez un ordenador ganó una partida de ajedrez al que en ese momento se consideraba el mejor jugador de todos los tiempos, Garry Kasparov. En 1997, el equipo creado por IBM volvió a ganar dos juegos, lo que le permitió ganar el partido de 6 (tres empates y una derrota). Muchos de los lectores recordarán el nombre del campeón de ajedrez. Otros recordarán el nombre de la computadora, ‘Deep Blue’. Pero pregunto: ¿cuántos recuerdan los nombres de los programadores que desarrollaron el software? Cinco ingenieros y un joven maestro de ajedrez: Chung-Jen Tan, Murray Cambell, Feng-hsiung Hsu, Joseph Hoane Jr., Jerry Brody y Joel Benjamin.

Lo que quedó para la historia fueron Kasparov y Deep Blue, el hombre derrotado por la máquina. Todo el conocimiento que se tuvo que movilizar desde el registro de 700 mil partidas que involucraron a los grandes maestros del ajedrez, así como el complejo proceso de programación, quedó en segundo plano.

Nuestra relación con la tecnología desde entonces no ha cambiado significativamente. La fascinación por la tecnología nos hace olvidar el valor del conocimiento y la acción humana que la conciben y desarrollan. A la tecnología se le atribuyen poderes mágicos, a veces sobrehumanos, cuando no hay nada mágico en ella y la capacidad humana para producir estas tecnologías está lejos de su límite.

El concepto de fetichismo fue pionero en Marx, cuando, respecto al concepto de alienación, habló del «fetichismo de la mercancía». David Harvey, un geógrafo inglés de orientación marxista, transpone la idea de hablar del fetichismo de la tecnología, entendiéndola como la propensión humana a «dotar a los objetos o entidades, reales o imaginarios, de poderes autónomos, misteriosos e incluso mágicos para moverse y dar forma el mundo de diferentes maneras» (El fetiche de la tecnología: causas y consecuencias ).

La acción y el discurso políticos, particularmente entre nosotros, reflejan este fetichismo de la tecnología. La gran moda de la digitalización abarca todos los ámbitos de la vida social, está presente en el vocabulario del discurso «innovador» y «vanguardista», como si fuera la solución mágica para solucionar los problemas del país. ¡Puro engaño! En el mejor de los casos, seremos mejores consumidores de la tecnología que otros diseñan, producen y comercializan, meros agentes pasivos de un proceso cuyo valor agregado es bajo.

Lo que nos puede salvar es la producción de conocimiento innovador, incorporado o no a la tecnología, que puede movilizarse para agregar valor a los bienes que producimos. Digitalizar sin un cambio previo de procesos es reproducir los (malos) servicios existentes. Automatizar sistemas industriales obsoletos es darles un nuevo aspecto, sin cambiar su naturaleza real.

Eduardo Manchón: «Las consultoras están matando la industria»

(1977) Fundador de Panoramio y Mailcheck, es el primer español que vendió su empresa a Google. Publica columnas de opinión en el diaro El Confidencial. Hacemos referencia a uno de sus artículos en el que plantea y analiza el error que muchas empresas españolas han cometido al dejar su digitalización en manos de consultoras.

Las pifias de la web de Renfe son el hazmerreír nacional, todos hemos sufrido en carne propia sus fallos. Lo sorprendente, sin embargo, no es que alguien cometa errores, lo verdaderamente chocante es que después de muchos años esos errores continúen allí. Solo quien conozca cómo funciona la consultoría de software será capaz de entender esta situación delirante.

La web de Renfe es solo la punta del iceberg. Buscadores que no encuentran, webs lentas, procesos incomprensibles… No hace falta ser un experto, cualquier usuario sabe que la calidad de la mayoría de las ‘apps’ y webs ‘made in Spain’ deja mucho que desear. Y sí, casi todo ese ‘software’ ha sido creado por consultoras.

La digitalización por fin ha llegado a España, toda empresa o Administración que se precie tiene una web y una ‘app’ pero, como los señores feudales que renunciaban a aprender a leer y a escribir delegando esa tarea en sus escribanos, las empresas españolas han cometido el error de delegar su digitalización y dejarla en manos de consultoras.

El problema es que la digitalización es un aprendizaje y los aprendizajes no se pueden delegar. Al igual que la alfabetización tiene consecuencias mayores que el mero hecho de saber juntar letras, la digitalización es mucho más que crear una web o una ‘app’, es un aprendizaje que implica cambios profundos en las personas y en el funcionamiento de las organizaciones.

No aprender significa quedar a expensas de decisiones interesadas de terceros. Solo a un negocio interesado en facturar horas le conviene que los bancos sigan usando una tecnología obsoleta como Cobol. Gracias a decisiones como esa, los bancos han acumulado cantidades ingentes de lo que en el sector se llama ‘deuda técnica’, y eso convierte en un infierno cualquier intento de implementar mejoras. Una organización suficientemente competente hubiera tomado la muy difícil decisión de reescribir el código desde cero hace años, pero a las consultoras les va mejor seguir remendando viejos sistemas. Las consecuencias las sufren el banco y especialmente sus clientes en forma de fallos, lentitud y deficiencias en sus maltrechas ‘apps’. Como Unamuno, los bancos han dicho «que digitalicen ellos».

La digitalización produce una acumulación de un valioso capital intelectual en la organización, un ‘asset’ digno de aparecer entre sus activos. Subcontratar la digitalización significa pagar para que ese capital intelectual, literalmente, se pierda en un tercero cuyo negocio no es acumular conocimiento, sino vendernos el máximo número de horas. Contratar a un zorro para que nos vigile las gallinas.

En consultoría, se trata de evitar ese conflicto de interés cerrando precios, fechas de entrega y definiendo exactamente el producto a entregar, pero ese corsé no funciona y se entregan productos deficientes o inacabados para acabar terminando el producto facturando infinitas horas adicionales de ‘mantenimiento’. El grillete perfecto: el zorro se nos está merendando las gallinas y ni siquiera podemos cambiar de zorro.

Crear ‘software’ es un proceso con características muy particulares, tan particulares que en la industria se ha llegado al consenso de que es imposible ejecutar con éxito un producto planificado de antemano. Todos se han rendido a la realidad de un proceso artesanal de mejora paso a paso que nunca acaba. Las nuevas metodologías, en lugar de intentar poner orden, son capaces de tolerar el caos y la incertidumbre que supone no poder predecir el siguiente paso. En consecuencia, nadie, excepto las consultoras, trabaja ya ni con fechas de entrega ni con las especificaciones detalladas de antaño. Un proceso poco predecible y caótico que requiere horas infinitas no es algo que quieras hacer con una consultora externa.

En román paladino, por muy bien que creas que hayas planificado, a las primeras de cambio surgirán imprevistos y toda la planificación saltará por los aires. Por eso, trabajando con una consultora siempre llega el día en que no le sale a cuenta echar más horas (o las echa con cuentagotas arrastrando los pies). Ese día raramente coincide con el momento en que un producto está listo para ser usado.

Ajenas a las modernas prácticas, las consultoras son auténticas fábricas de facturar horas y se vanaglorian de abrir ‘software factories’ intensivas en mano de obra en las localizaciones con salarios más bajos. En las antípodas de este modelo están las modernas empresas de ‘software’, organizaciones posindustriales donde la calidad del resultado se basa en el conocimiento tácito acumulado en los cerebros de sus trabajadores, el auténtico medio de producción, lo que los hace difícilmente sustituibles e inevitablemente conlleva excelentes condiciones laborales.

¿Hay solución? Sí, y aunque es difícil, tenemos referentes que han dado un golpe de timón. Juan Roig, en la presentación de resultados en 2017, dijo literalmente «la web de Mercadona es una mierda» y apostó por crear una división interna de la empresa llamada Mercadona Tech para empezar desde cero y hacer viable el negocio ‘online’. Contrató a un equipo de grandes profesionales con el objetivo de repensar absolutamente todo, un proceso artesanal que no acabará nunca y que inevitablemente debe hacerse en casa. Eso es digitalización de verdad y, por cierto, la única manera de que Amazon no te deje algún día en los huesos.